Apéndice 2. La Venecia de Marco Polo
Los primeros siglos de la ciudad A diferencia de Roma, Venecia no es eterna. Porque tan sólo una oscura noche de mediados del siglo V, los aterrados habitantes de Altino, Caorle, Aquileya y otras aldeas vecinas decidieron abandonar sus tierras y refugiarse del avance impetuoso y mortífero de las hordas bárbaras en las islas, mucho más seguras, de la laguna veneciana. Acertaron. El Adriático proveyó largamente a aquellos primeros venecianos que muy pronto habrían de comprender hasta qué punto dependería para siempre su futuro del timón de sus navios. Así, la primera institución que crearon fue la de los Tribunos Marítimos, dignidad que otorgaba el emperador de Constantinopla a través del Exarca de Ravena. Los tataranietos de aquellos primeros tribunos, animados por sus éxitos y por su fuerza creciente, modificaron esta institución para establecer la del Dux, que si al principio continuó siendo de nombramiento imperial, muy pronto llegó a serlo a través del consenso de la Asamblea popular veneciana. Pero aunque esto venía a suponer una semiindependencia, la proverbial sagacidad veneciana consiguió que las relaciones de la ciudad con Ravena y Bizancio continuaran siendo buenas. Durante dos siglos, del VII al IX, los Dogos supieron aprovechar el tiempo consolidando el creciente poder de la ciudad, resistiendo el ataque de los francos de Pipino, reconociendo las rutas marítimas y perfeccionando sus embarcaciones y el saber de sus navegantes. Así, cuando en el 812 ratifica la Paz de Aquisgrán la, ya ratificada por la práctica, autonomía de Venecia con respecto a Bizancio, la ciudad se encontró en inmejorables condiciones para poner en marcha su primer movimiento de expansión. Realmente, la historia antigua de Venecia nos brinda un constante espejo de inteligencia, prudencia, buen gobierno y excelentes relaciones exteriores. A partir del siglo IX, los venecianos no cesaron de trabajar con fe apasionada en el ahondamiento de sus instituciones. Delimitaron con toda exactitud el poder y las funciones del Dux y desarrollaron un cuerpo diplomático de efectividad y prestigio admirables. Esa misma habilidad diplomática les permitió obtener innumerables beneficios en el triste mercado de las querellas entre los Ayuntamientos y el Imperio. Así, a lo largo del siglo X y durante los dos siguientes, Venecia extendió su dominio a las costas de Istria y Dalmacia, y consiguió la hegemonía indiscutible del Adriático luego de haber derrotado y expulsado a los normandos, que se habían establecido en Apulia y en el 1081 se arrojaron a la conquista del Epiro. Al año siguiente, 1082, y como resultado otra vez de su actividad diplomática, la ciudad consiguió del basileus bizantino la libertad de tráfico por todo el imperio, a excepción del mar Negro, sin tasas ni derechos de aduana, amén de tres bases importantes a lo largo del Cuerno de Oro. Por tierra, obtuvo de Enrique IV la libertad para sus comerciantes hacia el Brenner a través del Adigio, y hacia Pavía a través del Po, después de haber desatendido la llamada de Gregorio VII para que se pusiera de su parte durante sus luchas contra el emperador. Esta es la época (finales del siglo XI) en que culmina Venecia la más excelsa de sus joyas: la basílica de San Marcos. Dos siglos y medio antes habían llegado a la ciudad los restos del evangelista, rescatados del poder de los musulmanes de Alejandría. Meses después, el Dux Giustiniano Partecipazio moría, dejando una suma inmensa en su testamento con la que edificar una basílica que contuviera dignamente los restos del apóstol convertido en el indiscutible patrono de la ciudad. Los dineros del Dux permitieron que las obras se finalizasen en el año 883. En el 976, durante el curso de las revueltas populares contra la tiranía del Dux Pietro Cambiano IV, ardió el edificio. Y aunque se restauró con celeridad, el Dux Domenico Contarini la consideró inferior a otras de tierra firme y ordenó derribarla para edificar en su puesto la basílica actual. Pero también es ésta la época de las primeras cruzadas, de las que Venecia no sacó tanto partido como Génova, si bien obtuvo ingresos a cuenta de transporte y abastecimiento, así como bases y privilegios en Tierra Santa. Con todo esto, y sin que su actividad diplomática decayese en lo más mínimo, el poder y la expansión de la ciudad fueron en constante crecimiento a lo largo del siglo XII, y el Dux podía arrojar con todo derecho a la laguna el anillo que simbolizaba el matrimonio de Venecia con la mar. Simultáneamente, las instituciones que iban a posibilitar su larga estabilidad política se robustecían cada vez más. Los poderes del Dux se reducían, el cargo dejaba de ser hereditario y se hacía otra vez electivo, y el poder de la oligarquía aumentaba sin parar. Con la prosperidad fruto del comercio, Venecia se proyectó a los cuatro rumbos y, a finales del siglo XII, un censo contabilizó la cifra de diez mil venecianos en Constantinopla, entregados básicamente a las labores comerciales.
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