En el verano de 1945, nada más finalizar la Segunda Guerra Mundial, en la que Japón fuera derrotado, el pueblo nipón era una población exhausta tanto en el aspecto físico como psicológico; desde el comienzo de la guerra contra China, preludio de la conflagración universal, habían muerto más de tres millones de habitantes y el país había sufrido las experiencias más espantosas: grandes incursiones aéreas sobre sus principales capitales y la explosión de dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Más del 30 por 100 de los japoneses quedaron sin hogar y, durante cerca de un año, Japón había estado sin comunicaciones marítimas y los transportes terrestres casi habían desaparecido. Económica, política, social y psicológicamente, Japón era un país a la deriva tras la borrachera de propaganda bélica y de valores hipernacionalistas a la que se había entregado desde mucho antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en la que había formado parte de las potencias del Eje junto con la Alemania nazi y la Italia fascista.
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