Hindenburg. El último dirigible

Los precedentes

Para entender mejor lo que fue la época dorada de los zepelines debemos remontarnos a sus orígenes. Todo empezó en el siglo XIX, cuando la obtención de hidrógeno —14 veces más ligero que el aire— permitió un fuerte impulso en el desarrollo aerostático. El francés Giffard y su compatriota Blanchard sentaron las bases de la navegación aérea en globos controlables, pero se trataba de experimentos incipientes en los que los globos tenían, de hecho, más de aerostatos libres que propiamente dirigidos. Otro francés, Henri Dupuy de Lome, construyó, en 1872, un dirigible bastante bien diseñado, que hubiera podido funcionar de no ser por su insuficiente fuerza motriz, a cargo de los músculos del piloto. En el mismo año, un alemán, Paul Haenlein, consiguió volar en un dirigible impulsado por un motor Lenoir, de combustión interna, con gas de alumbrado. Hubo otros diseños a base de motores eléctricos, y en 1884, dos franceses, Charles Renard y A. C. Krebs, consiguieron volar ocho kilómetros en un dirigible de su invención, impulsado por motor eléctrico; sin embargo, estos motores tenían los mismos inconvenientes que las máquinas de vapor, esto es, resultaban demasiado pesados para adaptarse con éxito a la aeronáutica. El descubrimiento y extensión del motor de gasolina solucionaría este punto. A principios de siglo, el millonario brasileño residente en París, Alberto Santos-Dumont, aficionado a todas las novedades técnicas del progreso, acopló un motor de automóvil a un pequeño dirigible, logrando, tras ocho intentos infructuosos, un noveno con éxito; en una cálida mañana de junio de 1903, Santos-Dumont logró, para asombro y solaz de los parisienses, cruzar la capital de Francia con su dirigible, al que le puso el nombre de Pequeño Vagabundo. Santos-Dumont voló a lo largo de los Campos Elíseos hacia su lujosa mansión, en cuyo jardín tomó tierra ayudado por su servidumbre, quienes sujetaron el globo mientras el excéntrico franco-brasileño entró en su casa para desayunar a base de café y croissants. Con el estómago lleno, Santos-Dumont prosiguió su paseo aéreo de regreso al punto de partida. Un año antes, los hermanos Lebaudy, también franceses, habían conseguido una azaña similar.

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