III. Gestación del 98

Una generación desencantada

Pedro Laín, en su bien medido libro sobre el 98, nos hace reparar en algo que, de principio y adelantándonos a todo acontecimiento posterior, une a los integrantes, o al menos a aquellos que según Azorín la formaban: Valle-Inclán, Baroja, Benavente, Unamuno y Maeztu, aparte del escritor levantino.

Es la llegada a Madrid de todos y cada uno — excepción hecha de Benavente, nacido en la Villa y Corte—, y del generacional impulso de desencanto que mueve a todos en este momento.

Miguel de Unamuno, nacido en Bilbao en 1864, llega a la madrileña estación del Norte en 1880. Don Ramón del Valle-Inclán, con la retina todavía convulsa por los resplandores mejicanos, en 1896, a la edad de veintisiete años, año en que también Azorín, todavía José Martínez Ruiz —paraguas rojo, insolencia juvenil, potro en cacharrería—, hace su aparición en la capital de España.

Aproximadamente igual todos los demás: Ganivet, Maeztu, etc.

El desencanto inicial ante el chato Madrid imprevisto ya lo hemos apuntado en Baroja, cuando nos pintaba en pocas palabras la triste y provinciana Era del Mico. El de Unamuno es bien patente. Madrid le causó una impresión deprimente, y tristísima, bien lo recuerdo. Al subir, en las primeras horas de la mañana, por la cuesta de San Vicente, parecíame trascender todo a despojos y barreduras; fue la impresión penosa que produce un salón en el que ha habido un baile público, cuando por la mañana siguiente se abren las ventanas para que se oree, y se empieza a barrerlo.

Unamuno sólo ve, inicialmente, rostros macilentos, espejos de miseria, ojos de cansancio y esclavos de espórtula… Dieciséis años más tarde, a la llegada de Azorín, éste notaría el cansancio y la desazón ya durante el viaje desde Levante:

«La tarde era nubosa. El viajero estaba cansado y entumecido por tan largo viaje sentado en las duras tablas del austero coche. Se sentía gozoso al evadirse del estrecho ámbito rodante y descender, de un brinco, al ancho andén…»

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