Pero la piel de Luther King tenía un color especial y de ello no tardó demasiado tiempo en darse cuenta. El mismo lo narra con palabras sencillas: «Durante tres o cuatro años, mis compañeros inseparables fueron dos muchachos blancos cuyos padres poseían tiendas en la misma casa donde tenemos nuestra casa en Atlanta. De pronto algo empezó a suceder. Cuando cruzaba la calle para reunirme con ellos, sus padres me decían que no podían jugar. No eran hostiles, se deshacían en excusas. No pude aguantarme más e interrogué a mi madre.»
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