IV. Los oscuros designios (Baroja)

El doctor

Con su flamante título de doctor en Medicina en el bolsillo, Baroja se fue al encuentro de los suyos, que aquel verano no habían ido a San Sebastián. Se encontraban pasando la temporada estival en la localidad levantina de Burjasot.

Durante el verano hizo Baroja una vida solitaria. Se levantaba temprano, desayunaba y leía el ejemplar atrasado de La Voz de Guipúzcoa, que el cartero había traído la tarde anterior. Luego, con la mañana todavía temprana, se echaba un par de libros bajo el brazo y salía de la casa de temporada para irse a sentar a cualquier sitio propicio, bajo el sol luminoso, y poder leer durante algunas horas.

Volvía para comer y tornaba a salir en busca de sus lugares preferidos, en donde no había nadie y podría seguir leyendo. A la caída de la tarde regresaba a casa y, aprovechando la hora de la fresca, con el cielo cuajado de estrellas, se formaba la tertulia familiar, que ya no se levantaba hasta la hora de la cena.

Esta monotonía ambiental sólo se cortaba para Baroja mediante las fogosas horas de lectura, a las que se acogía cada vez con mayor intensidad, extendiendo su avidez libresca, muchas veces, hasta bien entrada la madrugada.

Fuera de leer y de hacer la misma vida todos los días, Pío Baroja no pensaba en nada, enfrascado en la acción que se desparramaba de las novelas que devoraba con fruición. Pero, sin duda, en las tertulias familiares del anochecer, de vez en cuando, habrá saltado a la conversación el tema del futuro de los dos hermanos. Por lo que se refería a Ricardo, éste se hallaba en expectación de destino, dentro de su profesión de archivero. ¿Pero y él? ¿Qué iba a hacer Pío? Evidentemente, don Serafín y su esposa se lo habrán preguntado varias veces, con palabras veladas, rebuscando la frase que no hiriese o que, por lo menos, no diera sensación de prisa, de urgencia.

Pío Baroja, en rigor, sólo debía pensar, en el fondo de su alma, en volver a Madrid, pues ya sentía nostalgia de sus amigos, del espectáculo de calles y suburbios y de la tibieza confórtadora de los cafés que hasta entonces había frecuentado.

El de los Basilios, en la calle de Desengaño; el Imparcial, de la plaza del Matute; el Naranjero, de la plaza de la Cebada y el Romero de la céntrica calle de Atocha, se aparecían en propicio reguero cafeteril durante muchos de sus sueños veraniegos. Por otra parte recibía con frecuencia cartas de Venero y de otros compinches de la Universidad.

Evidentemente estaba en la mente de Baroja regresar a Madrid en cuanto se descolgase el otoño.

Pero entonces sucedió algo que torció el rumbo de sus débiles proyectos. Y se dejó ir.

Una noche leyó don Serafín un aviso que publicaba el número recién llegado de La Voz de Guipúzcoa. Se solicitaba un médico para cubrir la correspondiente plaza en el balneario de Cestona. El corazón del buen Serafín dio un brinco. ¿Y si su hijo Pío lograse aquella plaza? Sería como un verdadero sueño. Sus dos hijos ya colocados en la vida y los viejos, la amorosa Carmen y él, a disfrutar de una paz bien ganada en unión de la joven Carmencita.

Cuando sin circunloquio alguno se expuso el asunto a Pío, éste no dijo que sí ni que no, pero acabó dando su conformidad y escribiendo a la dirección que señalaba el periódico de San Sebastián. Después de todo, habría llegado a pensar, aún me pueden rechazar la solicitud. Así volveré a Madrid, a mis amigos y a mis lecturas.

Pero, tal vez por ausencia de candidatos más calificados, el nombre de Pío Baroja fue aceptado en el pueblo balneario y, mientras la familia se acogía a la mayor de las dichas, pensaba él que después de todo en Cestona tendría mucho tiempo para leer, a más de iniciarse en el ejercicio de una carrera que a fin de cuentas había elegido.


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