IX. El tafetán morado

Principios de la tragedia

Fecha de aquella jornada con realces ya primaverales: 18 de marzo de 1831.

Mariana Pineda tiene veintisiete años y dentro de pocos meses cumplirá los veintiocho. Es feliz por segunda vez en su vida, casada en secreto y en segundas nupcias con el muy ilustre liberal don José de la Peña y Aguayo, que le ayuda a sobrellevar los rigores de una situación política injusta y a actuar en la oscuridad con gran peligro de sus vidas.

Los niños ya se van haciendo mayorcitos y miran a su alrededor como pretendiendo adivinar. Ursula envejece a su lado y el falso criado Fortunato, heroico oficial liberal,es un magnífico colaborador para la conjura que se está levantando.

En voz muy baja se habla en la casa de un mes próximo, agosto, en el que aparece que ya todo estará preparado para que estalle en Granada, así como en otros lugares de la nación, la definitiva insurrección liberal que pueda dar al traste con el despotismo de los absolutistas acaudillados por el «rey felón».

Amanece aquél 18 de marzo que habría de ser históricamente funesto para el ideal liberal y, en la casa de la calle del Aguila, todo parece en paz y silencio.

Las doncellas preparan el desayuno y el fiel Fortunato, cada vez más hábil en sus menesteres de criado, lo sirve a la mesa. De pronto llaman a la puerta de la calle. ¿Quién podrá ser a esta hora?

No hay por qué temer. La calle, para los ojos que la auscultan, aparece sumida en la tranquilidad de la hora.

Y Fortunato baja a abrir.

—¿La señora doña Mariana Pineda? —pregunta una matrona de mal cariz, que luce un lunar velludo en la nariz y que trae un voluminoso paquete al brazo…

—Aquí es —responde Fortunato—. ¿Qué deseáis ?

—Entregarle este trabajo que encargó al taller de la bordadora. Mi ama me ha enviado con él.

—¿Necesita contestación?

—No, con la entrega basta.

Y se retira presurosa, sin apenas saludar.

Fortunato, en su papel de Antonio José Burel, se escama. Su fino instinto le indica que allí puede haber una trampa.

Primero, porque del taller quedaron en tener terminado el encargo el martes. Y hoy es lunes.

Segundo, porque las hechuras de la mujer que ha traído el paquete indican al oficial del general Riego que puede haber en ella gato encerrado. Su aspecto, o mucho yerra, o corresponde al de una de las matronas de las que trabajan para la policia política.

Con rapidez inusual en él corre Fortunato al encuentro de la señora. Pero no bien ha ascendido unos escalones se oye gran estrépito en la puerta de golpes y gritos.

—¡En nombre de la ley, abrid!

—¡Pronto! ¡Rápido! ¡Abrid a la policía política!

—¡Orden de registro ¡Abrid!

Cuando el falso criado llega al comedor, doña Mariana, su esposo en secreto y doña Ursula se han puesto en guardia. Al ver el paquete, la dueña de la casa se da cuenta de la trampa y de la situación comprometida.

—¡Pronto, esconded eso! ¡Es la bandera!

—¿Cómo?

José de la Peña sube hacia el desván a toda prisa. Ha de abrirse paso como sea y correr en busca del abogado Escalera.

Ursula esconde como puede, apresuradamente, en la cocina el envío de la bordadora y Mariana se encierra con sus hijos en uno de los dormitorios.

Fortunato baja a abrir. La puerta está a punto de ser derribada cuando él la franquea.

Entran en tropel ocho, diez, policías, al frente de los cuales marcha don Ramón Pedrosa y su oficial ayudante.

—¡Registradlo todo! ¡No dejéis ni un solo rincón sin rastrear!

Los policías atropellan a Fortunato primero y a doña Ursula después y derriban la puerta de la habitación en donde está escondida Mariana. Sus hijos, agarrados a sus faldas, se echan a llorar.

—¡Esto es un acto incalificable! ¿Cómo osáis entrar así en unas habitaciones privadas?

—¡No tengo por qué contestar a vuestras preguntas, doña Mariana! ¡He aquí la orden de registro con fecha de hoy!

Mariana lee y se queda lívida.

He comprendido de pronto que muy poco le queda por hacer, si es que los recién llegados descubren el envío de la bordadora.

—Registradlo todo… ¡Todo! —grita don Ramón Pedrosa— Me parece, doña Mariana, que por esta vez no os salvaréis… ¡Os lo prometí! ¡Vais a dar tajo al verdugo!

Ursula llora de desconsuelo. Fortunato, o Antonio José Burel, es obligado a bajar al recibidor, en donde hay dos soldados. El ruido producido por los que registran es más parecido al de un saqueo que al de una inspección.

—¡Todo! ¡Todo! ¡Ojos de lince! ¡Que no quede nada por ver!

De pronto se oye la voz de un policía:

—¡Señor subinspector, aquí!

Acude don Ramón Pedrosa a la carrera. Toma de las manos del policía que le ha llamado unas cartas. Las lee. Sonríe.

—¡Muy bien, cartas cifradas! ¡Código secreto! ¡Doña Mariana! —gritó con fuerza para que se le oyese en toda la casa. ¡Habéis caido en el garlito! ¡Esta vez será la última!

Pasa una hora y toda la casa está patas arriba. La viuda del confitero Mesa llora en un rincón. El criado Fortunato, reducido a la impotencia. Mariana, nerviosa, abrazando a sus hijos que hipan, se pegunta cómo no habrá vuelto José, acompañado del abogado Escalera. Don Ramón Pedrosa, empezando a desconcertarse al no haberse producido aún el preparado hallazgo de la bandera, grita sin parar:

—¡Rápido! ¡Seguid buscando! ¡A buen seguro que hemos de encontrar pruebas que no dejen lugar a dudas! ¡Registrad! ¡Rompedlo todo si es preciso!

En la calle se arraciman algunos curiosos que son despejados por los soldados que permanecen al margen del registro. El vendaval prosigue sin pausa, en todos los rincones de la casa.

Y es el propio oficial ayudante el que, de allí a poco, descubre en un ángulo de la cocina, en donde las dos doncellas lloran aterradas, el paquete escon dido de la bandera.

—¡Señor! —grita con voz de triunfo— ¡Creo que he encontrado otra prueba importante de la culpabilidad de doña Mariana Pineda!

Ni siquiera ha destapado el bulto para ver lo que contiene. Lo sabe de antemano, ya que él mismo se lo entregó a la matrona tres horas y media atrás.

—Veamos —dice Pedrosa exultante.

Y despliega la bandera de tafetán morado, alzán dola en triunfo.

—¡Doña Mariana Pineda! —vocifera— ¡Acabáis de firmar vuestra sentencia de muerte! ¡Hemos encontrado vuestra bandera constitucional!

En solo minutos concluye el registro. Ya no es necesario más. Deja Pedrosa el cuidado de la casa a su ayudante y corre él a caballo, pruebas irrefutables en mano, a dar la importante noticia a su inmediato superior.

—Os felicito, Pedrosa, estabais en lo cierto.

—Ya os lo dije, señor. ¿Firmaréis ahora la orden de arresto?

—Naturalmente. Y acto seguido, se incoará el correspondiente proceso.


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