Montes de Oca : 30
Montes de Oca Capítulo XXX
de Benito Pérez Galdós
La hora se acercaba. Trajeron un breve almuerzo que D. Manuel había pedido, y de él comió muy poco, sin apetito, bebiendo algo de vino y bastante café. Sentado frente a él, Ibero le contemplaba silencioso, sin atreverse a pronunciar palabra: tal era el respeto que aquel inmenso infortunio, soportado con tanta grandeza de alma, le infundía. En el rostro del reo se hacía visible, desde el amanecer, una lenta transfiguración. Parecía de purísima cera, la frente más blanca que todo lo demás, de una blancura ideal. A ratos, mientras comía, fijaba D. Manuel sus ojos azules en los negros de Ibero. Era el cielo mirando a la tierra.
La expresión inefable, dulce y amorosa de aquellos ojos removía toda el alma del Coronel, y tan pronto le devolvía su valor perdido como se lo quitaba por entero. En una de aquellas miradas, Ibero pensó que el reo quería decirle algo. Sí, sí: llegaba el momento de expresar la última...
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