EL 14 de diciembre de 1788 moría Carlos III y le sucedía en el trono su hijo Carlos IV. A un rey hábil, prudente, moderadamente progresista, sin dejar de ser rey absoluto, y con mucho oficio en el arte de gobernar y un profundo conocimiento de los asuntos europeos, le sucedía, como dice Ramón Gómez de la Serna, un «cachorro de palacio criado en la inexperiencia, niño de casa grande, sin otra preocupación ni orgullo que su atletismo». Y esto en un momento crucial de Europa. Cuando en la vecina Francia se oían ya los clamores de la revolución que iba a destruir las bases ideológicas del absolutismo, proclamando la igualdad de los hombres y borrando las fronteras entre ellos.
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