V. Se teje la tela de araña

Sucesos en cascada

Fue muy fácil.

Sometida a constante vigilancia la familia del comandante en Cabra, los esbirros de Pedrosa se dieron a esperar, sin cometer ninguna imprudencia que pudiera descubrirlos y dejar bien a las claras cuál era su misión.

El oficial ayudante de Ramón Pedrosa andaba muy nervioso aquellos días por la falta de noticias, en la búsqueda del de Sotomayor.

—Contente —le aconsejaba Pedrosa—. Es preciso actuar con sigilo. Las cosas importantes requieren mucho sosiego.

—Señor, es que por lo que vos mismo decís, ese liberalote puede ser el peón señalado por el enemigo impío para reagrupar todas sus satánicas fuerzas.

—Lo es, mi buen servidor, lo es. Y por ello ten en cuenta que la importancia de su detención requiere de todos los cuidados. Apresurarnos podría costar muy caro… ¿Ves? Para que te des cuenta de la importancia de ese comandante constitucionalista, aquí tienes, debidamente disfrazada, la carta que logré interceptar.

El oficial ayudante tomó en sus manos con gran curiosidad el trozo de papel en que se había descifrado la carta. Para él resultaba algo inconexa. Hablaba de Gibraltar, de Portugal, de Inglaterra. Sólo unas palabras le daban a entender la importancia del enemigo: … podemos contar, para el necesario levantamiento de Andalucía, con el muy adicto comandante de batallón Fernando Alvarez de Sotomayor, con el que nos hallamos en relación y él con los fieles del exterior…

—Como ves —prosiguió Ramón Pedrosa— la cosa está clara. No nos queda más que hartarnos de paciencia, porque es obvio que el comandante está en Cabra.

—¿Lo dais por seguro?

—Sí, por descontado. Hemos batido toda la tierra cercana y, desde que dejó en su casa de Cabra a su familia, nada se ha vuelto a saber de él.

—Pero hemos registrado ya la casa… Y los alrededores… ¿No creéis que ha llegado la hora de detener a su familia? Quizá con ello, si ese comandante es tan bragado, acuda en su socorro.

—Creo que está llegando el momento en que dejemos de crear mártires… No es bueno para la causa. Preferible es esperar.

Y Ramón Pedrosa acertó.

El tiempo dejó comprobar, a los esbirros destacados en Cabra, que algunos días, a horas siempre diferentes, una sirvienta de la esposa de Alvarez de Sotomayor salía de la casa, daba innumerables rodeos por la villa y terminaba siempre desapareciendo por la entrada de una covachuela de las afueras.

Así fue como, por el desmedido afán de su esposa en enviar viandas al perseguido, cayó fácilmente la presa en manos de la policía política.

Nada sabía de todo esto Mariana Pineda, aunque lo pudiera suponer, y muchos menos alcanzaba a adivinar que su nombre, a raíz de la detención de su primo, volvió a sonar en el despacho de don Ramón Pedrosa.

Fue la misma noche en que don Fernando Alvarez de Sotomayor ingresó en la cárcel granadina, en mazmorra que caía bastante alejada de la que ocupaba don Pedro de la Serrana.

El oficial ayudante preguntó a su superior:

—¿Le interrogaréis sin pérdida de tiempo, como es vuestra costumbre?

—No —sonrió Pedrosa, atusándose sus mostachos—. Con estas buenas piezas es preciso actuar con discrección. En el fondo todos son iguales, y terminan poniéndose nerviosos.

—¿Mañana, a primera hora?

—No te inquietes, que ya lo pensaré. Lo que importa es que está a buen recaudo. ¡Hemos dado un rudo golpe a esos revoltosos!

Pedrosa se levantó para dirigirse a su domicilio cuando su ayudante, creyendo llegado el momento oportuno, le espetó:

—¿Sabéis que el detenido es pariente de esa mujer?

—No entiendo. ¿Qué mujer?

—Mariana Pineda, la pariente del cura desviado.

Sonrió Pedrosa con el recuerdo de la hermosa dama. Se relamió los labios antes de responder.

—¡Pardiez! ¿Pariente también, dices?

—Sí, prima, aunque ignoro en qué grado.

El jefe de la policía política volvió a relamerse los labios.

—Parece que esa viuda tiene mucha parentela enemiga. ¡Qué cosas! Se levantó para salir, pero su ayudante le detuvo cortésmente:

—¿No os da que pensar, señor? Esa mujer puede ser una agente liberal que actúa delante de nuestras propias narices.

—¡Hum… Una mujer. Una viuda. Joven y hermosa. No lo creo —pero frunció el ceño y miró a su subordinado.

—¿Ordenaste su vigilancia?

—Sólo una discreta atención hacia ella —respondió el oficial con intención—; tal como vos ordenastéis.

—¿Y qué?

—Aparentemente nada especial, señor. Sólo una cosa. No sé si merece ser tenida en cuenta.

—¿Cuál?

—Esa Mariana Pineda recibe todas las tardes a mucha gente en su casa…

—¿Mucha gente? ¿Qué clase de gente? —preguntó Pedrosa, evidentemente amoscado.

—Gente joven, no sé si enemigos o no, pues no están fichados de momento. Hombres en su mayoría. Juegan, charlan y toman chocolate y golosinas.

Ramón Pedrosa hizo una mueca de profundo malestar. No eran sospechas. Era una extraña reacción de su codicia rijosa ante los encantos de la dama.

—Bah… Simples alegrías de la moza. Porque moza es, aunque esté viuda. Costumbres extranjerizantes, disolutas. Quiere divertirse ahora que cumplió su luto. ¡Una cualquiera, como todas las liberalas !

Y dando un portazo, Ramón Pedrosa dejó a su ayudante con un palmo de narices.


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