VII. Una partida sin vencedor

Propósitos más arriesgados

En su casa, de donde se habían escabullido los leales, a excepción de José de la Peña y Aguayo, para evitar posibles complicaciones, Mariana Pineda no sintió temor alguno ante la represión organizada por los realistas a causa de la evasión de su primo.

Y no lo sintió porque en realidad ya le daba lo mismo todo lo que pudiera ocurrir. Había conseguido su objetivo y eso era lo principal. La salvación de don Fernando Alvarez de Sotomayor era su gran orgullo y se consideraba feliz al darse cuenta de que podría seguir haciendo muchas cosas en pro de la causa.

Lo de su primo no había sido más que empezar.

Ahora podría ocuparse de su tío, el presbítero don Pedro de La Serrana. Y de los demás conspicuos liberales que éste le había recomendado. P., M., C.

Había empezado por el final, porque la oportunidad le vino a las manos, y ahora habría que proseguir con don Pedro Funes, don Martín Almela y don Cecilio Moreno, de los que ya sabía, sobre poco más o menos y gracias a sus arriesgados leales, donde se encontraban escondidos.

Se daba cuenta Mariana de la gran importancia de su misión. Desde su casa de la calle del Aguila, ahora ferreamente vigilada, como podía observar cualquier morador de la casa, hasta los niños, que no hacían más que preguntas, habría de dirigir una vasta operación de oposición al brutal poder absolutista, encarnado en la figura de Fernando VII.

No sabía cómo, pero tendría que seguir actuando.

—Ten mucho cuidado, Mariana —le decía la antigua confitera—. No sé si estabas en lo cierto cuando decías que a ojos de ese infame Pedrosa tu conducta estaba a salvo de toda sospecha, pero ahora sé, estoy segura, que recela de ti de la misma forma que recela de todo el mundo.

—No pases cuidado.

—Tenlo tú mucho, hija mía. Eres prima del evadido. Has ido a verle cuando cayó en prisión. Visitas al presbítero.

—Los dos son parientes míos, ¿no?

—Tanto peor para Pedrosa. Me asusta lo que puede pasar. Piensa que tienes dos hijos, Mariana. Dos hijos de corta edad.

Al mediodía siguiente de la venturosa noche de la evasión, se oyeron desde la casa cascos de caballos de los ejércitos absolutistas, despliegues de la policía política y traqueteo de carros, tirados por mulas, en donde se conducía a prisión a millares de detenidos.

Con la primera hora de la tarde aporrearon puños iracundos la puerta de la casa de la calle del Aguila. Una doncella acudió a abrir.

—Retírate a tus habitaciones, Mariana —le dijo resuelto José de la Peña y Aguayo—. Yo me las arreglaré para evitar el registro.

—¿Pero cómo? —se sorprendió Mariana—. Además, no me importa que registren. Estamos preparados, nada encontrarán.

—La falacia de esos canallas es inimaginable, Mariana. Si nada encuentran, algo pueden deslizar dentro de estas cuatro paredes, algo que te comprometerá gravemente.

Sonaban ya las voces de los sabuesos de Pedrosa en la puerta. Mariana, obedeciendo, se retiró a su aposento, llevando a sus hijos de la mano.

José, con gran entereza, se encaró con los cuatro esbirros de mala catadura, vestidos de negro con ropa civil.

—¡Tenemos que registrar la casa!—dijo uno de ellos con energía.

—Un momento, señores. ¿Sabéis a quien pertenece?

—Por supuesto. A doña Mariana Pineda. ¡Abrid paso!

—Os repito que no os apresuréis. La señora está enferma, profundamente conmocionada con las noticias que corren. Guarda cama. Reparad en que es prima del prisionero evadido.

—¡Paso! —gritó el mismo que había hablado antes y que parecía el jefe del grupo—. Y por otra parte, ¿quién sois vos? —preguntó, deteniéndose en su intención de dirigirse al interior de la casa.

—Me llamo José de la Peña y Aguayo. Si os interesa saberlo, doña Mariana me ha nombrado su representante para cualquier asunto legal.

El policía vaciló un tanto ante la fría tranquilidad de aquél hombre, que sin pérdida de tiempo extrajo un papel de su bolsillo y se lo mostró.

—¿Qué es eso? —preguntó el esbirro aturdido.

—Una certificación del médico de doña Mariana. Podéis leerla. En ella se dice de su estado de salud. Se hace necesario no importunarla de momento. Otro día, quizás… pero hoy no os será posible, a no ser que deseéis atentar gravemente contra su salud.

El jefe del grupo sólo leyó a medias, frunciendo sus ojos. La entereza de su interlocutor le desconcertaba.

—Bien, pero volveremos. Y para conocimiento de doña Mariana y de vos mismo, he de deciros que esta casa está vigilada. Ordeno que nadie salga de ella para nada. El que lo haga será detenido y arrestado de inmediato. Así que ya lo sabéis, todos dentro, y a esperar nuestra nueva visita.

—Un momento, señor —precisó José—. Si para mañana el estado de su salud se lo aconseja, doña Mariana tendrá que salir… Ya sabéis, los médicos y todo eso.

—¿Mañana? ¿A qué hora?

—A las tres de la tarde, si es que no hay contratiempo en su estado.

—Perfectamente. A esa hora estará aquí un delegado mío. Acompañará a doña Mariana a donde tenga que ir.

Giró el policía sobre sus talones y desapareció seguido de sus hombres.

Cuando algunas horas después comunicó al oficial ayudante de don Ramón Pedrosa el fallido registro, el policía recibió tan duro rapapolvo que no se atrevió a seguir hablando y decirle a su superior lo del día siguiente, a las tres de la tarde.

Todo era un cúmulo de despropósitos entre los hombres del jefe de la policía política, nerviosos como estaban ante la evasión del pez gordo del liberalismo.

Mariana, sino contara ya con buenas pruebas del buen hacer de José, habríase dado cuenta entonces de las acrisoladas virtudes de su leal amigo para la labor clandestina de futuro que tenía en su mente.

—¿Y por qué le dijiste que mañana tengo que salir a las tres de la tarde? —preguntó sonriendo.

—Porque tengo en cuenta, Mariana, que mañana es día de visita al presbítero. Juzgo necesario que lo hagas. Tienes que enfrentarte a ello. De lo contrario Pedrosa dará por cierto que eres la instigadora de la evasión.

Mariana tomó entre sus manos las de José de la Peña y Aguayo, que sintió en su epidermis un cosquilleo que la dama no advirtió.


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