VIII. Se estrecha el cerco

Presunto monstruo alzado por insidias

José de la Peña bajó raudo al recibidor cuando sonó el portazo de Pedrosa.

—¡Marianita, no sé como he podido contenerme!

—Hiciste bien, José —dijo la mujer con temblores de voz y lágrimas en los ojos—. Si no te hubieras contenido, se hubiera empeorado la situación.

Los labios de José temblaban de ira. Cerraba sus puños hasta hacerse daño con las uñas en las palmas de las manos.

—¡Canalla! ¡Miserable! ¡Algún día yo…!

Mariana se le aproximó y llevó los dedos de su mano derecha a la boca de José.

—Reprímete, contente como has hecho hasta ahora, mi buen José…

De la indignación pasó el hombre a un estado reconfortante, que le producía una gozosa excitación de distinto signo. La proximidad de Mariana le hacía jadear. Instintivamente acercó su rostro al de la mujer. Buscó con lentitud, pero también con ansia los labios sonrosados y finos.

Fue un beso corto, urgente, imprevisto y al que ambos se entregaron para después separarse de golpe.

—Vayamos arriba, José —dijo Mariana entrecortadamente—. Hay que decir a los demás que todo ha pasado.

Damián, el falso criado y la viuda del confitero también se salieron de sus casillas cuando escucharon la narración de Marianita. Empezaron los reniegos y los denuestos.

—Callad —cortó la dueña de la casa—. Es muy tarde y es preciso que descansemos. Mañana, seguramente, tendremos inoportuna visita.

—¿Qué decís? —rugió Ursula—. ¿Ese cerdo otra vez?

—Tal vez. Pero acompañado de muchos esbirros. O mucho me equivoco o padeceremos el primer registro formal.

Todos se fueron a la cama con aquella preocupación. Todos menos Marianita y José. Ella llevaba todavía en los labios el dulce sabor del beso casi furtivo y sentía mala conciencia pensando en su difunto marido. José, en cambio, se encontraba inmensamente feliz. Respetaba tanto a aquella mujer impar que con aquél beso se consideraba feliz para siempre.

Las predicciones de Mariana Pineda se fueron cumpliendo.

A eso de las once de la mañana se produjo el registro, aunque Ramón Pedrosa no se dejó ver. De antemano José de la Peña y Damián, ojo avizor se habían deslizado hasta seguro escondrijo del desván. Sólo recibieron al oficial ayudante y a los siete esbirros que le acompañaban la viuda del confitero y el falso criado. Mariana Pineda se encerró en su habitación y abrazóse a sus hijos.

—¿Pero qué clase de papelucho es éste? —preguntó inquieto a Antonio José Burel, disfrazado de criado, el oficial ayudante.

—Una certificación del médico, señor. Mi señora doña Mariana se ha sentido indispuesta anteayer y el médico le aconsejó reposo absoluto. Anoche parece que se agravó.

—Sí —remachó Ursula con mucha intención—, dice que padeció una pesadilla horrible y que vio a no sé cuántos demonios coronados.

El oficial ayudante no se arredró:

—Registraremos la casa de todas formas. Dejad a la señora en el aposento y cambiadla de cuarto, cuando ya hayamos visto el resto, para proceder al registro de sus habitaciones.

—No es posible, señor —dijo el liberal disfrazado de criado—. Hariáis mucho ruido, y la señora no podría soportarlo.

Se dirigió a sus hombres el esbirro de Pedrosa.

—Proceded a registro y procurad no hacer ruido… —se encaró con el criado y la viuda— ¡Ya vereis si registramos o no!

Los hombres empezaron por el recibidor. Ursula se plantó ante el oficial ayudante:

—¡Pagaréis esta tropelía, oficial! ¡Fortunato, salid inmediatamente en busca del abogado de la señora!

El sabueso lanzó una risotada grosera.

—¿Pero es que todavía queda en Granada algún abogado liberal? ¡Buena noticia, señora!

—¡No sé si liberal o chino! ¡Sólo sé que se llama Escalera!

El oficial ayudante dio un bote. Conocía perfectamente el nombre y hasta la facha del abogado Escalera. Mientras la mayoría de los abogados había huido o estaban presos por su matiz liberal, Escalea, un hombre que según decían, no tenía ideas políticas, gozaba de la consideración de don Ramón Pedrosa.

—¡Suspended el registro! —ordenó, pensando en que sería mejor consultar con su jefe antes de seguir adelante.

Se quedaron los policías en el recibidor mientras su jefe, al galope, se fue a consultar con don Ramón Pedrosa la conveniencia o no de proseguir el registro.

—¡Qué registren! ¡Qué registren hasta el último rincón de esa maldita casa! ¡Encontrarán pruebas! ¡Encontrarán amantes! ¡Lo encontrarán todo! — gritó Pedrosa soliviantado, dando terribles manotazos sobre su mesa.

—Sí, señor —obedeció el ayudante dispuesto a salir a escape.

Lo retuvo Pedrosa cuando ya corría hacia la calle.

—O si no, dejadlo… Ese Escalera es necesario para nosotros y no conviene enfrentarnos ahora con él… Son preferibles los hechos consumados…

Empezó a pasear por el despacho.

—¿Entonces, señor?

—Vamos a dictar un auto de procesamiento contra esa pérfida mujer. Insultos a Nuestro Señor el Rey… Contra el poder legitimamente constituido. Contra mí… ¡Y además por notorias evidencias de haber participado en la evasión de su primo Fernando Alvarez de Sotomayor!

Una hora después, los policías políticos desaparecieron del recibidor de la casa de la calle del Aguila.

Por aquella vez Mariana Pineda no supo adivinar las intenciones de Pedrosa.

Y creyéndose momentáneamente a salvo, reunió a todos y se pasaron el resto del día preparando la operación de enlazar con Gibraltar, Lisboa y Londres, de conseguir en correos enviar cartas cifradas a los leales que quedaban en España e, incluso, de hacerlas llegar a quienes sufrían prisión.

Fortunato, o Antonio José, evidenciaba una maña especial para aquél trabajo y se las prometía muy felices para cuando empezase a llevarlo a cabo, yendo y viniendo a la casa de postas.

La doncella que había sido enviada al taller de las bordadoras, en la calle del Puente, volvió asegurando que el trabajo estaría terminado en cuatro semanas. Tenían mucho trabajo y no podrían acabar antes el bordado del tafetán morado de dos varas.

—Pronto tendremos nuestra enseña —dijo alegremente Mariana.

Pero aquella alegría duró muy poco en la casa de la calle del Aguila.

Dos días después presentáronse unos policías en ella, con documentos concluyentes que le comunicaban a Marianita su procesamiento por diferentes delitos y por sospechas de otros más graves.

Fue arrestada y conducida a prisión, mientras José de la Peña y Aguayo en persona corría en busca del abogado Escalera.

No siempre las cosas salen a gusto de quien las planea. Y Pedrosa iba a recibir un duro golpe con las argucias y las trampas de aquel abogado.

De este momento nos va a quedar un documento, que se conserva en el archivo municipal de la ciudad de Granada, que juzgamos interesante reproducir.

«Mariana Pineda, amante decidida de todo liberal, que cuantos lo eran y la conocieron tenían en ella la mayor confianza y el más firme apoyo. Así lo experimentó don Fernando Alvarez de Sotomayor, que se hallaba preso por liberal y muy expuesto a perecer, pues para que se fugase disfrazado de fraile como lo realizó en la noche del 26 de octubre de 1828, le proporcionó la doña Mariana un hábito y una barba y lo experimentaron también, entre otros muchos, don Pedro Funes, don Manuel Almela y Cecilio Moreno y los demás que en el siguiente año de 1829 estuvieron presos en las cárceles de Granada por liberales y estimados conspiradores contra el Gobierno absoluto, pues por medio de doña Mariana recibían socorros y la correspondencia que tenían de dentro y fuera del reino, la cual se remitía a aquélla bajo sobres supuestos y convenidos… Se decretó su prisión, y por hallarse enferma se decretó en su propia casa. El abogado que la defendió expuso tanto en su favor que logró se le alzara el arresto…»

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