X. Don Pío y Don Miguel

Valle-Inclán delante del escaparate de una librería de Málaga en 1926. PÍO Baroja, por estos días, es un joven novelista desencantado, un fallido doctor de balneario con gesto de malas pulgas, un regente de pequeña industria panificadora que odia el oficio, un descreído a la española, un flamante crítico de teatro, un cavernícola revolucionario y, sobre todo, un ser cargado de disfrazada humanidad, un hombre al que ya ahora le traiciona la letra impresa, porque sus juicios, al ser oídos, carecen de esa tremenda acritud que, sin saberse por qué, cobran al ser llevados al papel. Miguel de Unamuno, también vasco, también irreductible, también fieramente ibérico, está a caer dentro del escalafón de la cátedra universitaria. Hace ya tiempo que vive en Madrid. Ha estudiado en la capital parte de su carrera. Ha vivido la obligada bohemia de los pupilajes. Ha leído, durante largas e interminables horas, sentado en todos los rincones del Ateneo. Se ha sumergido en las...

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