X. La Jaula de Hierro

Introducción

Estatua ecuestre de Juana de Arco. Monumento erigido en Pars a la patrona de Francia.

SE produjo un gran alboroto en Ruán, al llegar la Doncella. En aquella ciudad dominada por los ingleses, su destino estaba fatalmente sellado. Los más listos deseaban desbaratar su imagen por medio de un procedimiento inquisitorial. Se trataba, pues, de convencer a propios y extraños de que la Doncella había sido en todo momento un agente al servicio de las oscuras potencias infernales. Si lograban quemarla en la hoguera —y era muy fácil hacerlo— ningún soldado inglés, por muy supersticioso que fuese, volvería a sufrir el paralizante temor de enfrentarse con una «enviada de Dios», y la mención de la Doncella nunca volvería a exaltar el valor de los soldados franceses. Ante todo, decían, lo importante era procesarla de acuerdo con todas las formalidades inquisitoriales. «No bastaba matar a Juana: era necesario deshonrar su memoria, aventar la fama que la rodeaba» (Wallon). Así pensaban, armándose de paciencia, los enemigos más inteligentes de Carlos VII. Los más necios e impacientes deseaban acabar con ella sin trámite alguno. ¡Lo mejor era «meterla en un saco y arrojarla al Sena»! Los más listos —y desde luego, los más poderosos— consideraron que esta sería la mayor estupidez que podían cometer. Para acabar con Juana —y no les costó demasiado ponerse de acuerdo— convenía recurrir a los «buenos oficios» de eclesiásticos y juristas franceses. Si los ingleses la mataban, hasta el más ingenuo de los franceses llegaría a la convicción de que Juana de Arco había sido víctima de un simple asesinato.

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