XIII. La gran crisis de 1967

La marcha hacia Washington

Así, con el pavor constante de las cifras crecientes, con la gran sociedad y la gran prosperidad puestas en solfa por los hechos, vivió Estados Unidos hasta la llegada del verano. La primavera fue testigo de una manifestación monstruo contra la guerra de Vietnam sumamente significativa. A ella se sumó Martin Luther King, pese a las presiones de los negros y blancos moderados que veían en su acción un gesto peligroso, de acuerdo con el Black Power. Desoyendo los consejos, Luther King estuvo en Nueva York con las 200.000 personas que llegaron hasta la gran ciudad desde los cuatro puntos cardinales del país. Con él se hallaba, entre otros, Stokely Carmichael. Un abrazo fundió a los dos líderes negros. ¿Era el presagio de una nueva actitud de Luther King? ¿Se trataba de la señal inequívoca de su radicalización como algunos creyeron entonces? Por el momento, la magna manifestación llega hasta la sede central de la O.N.U. y, en ella, Martin Luther King entrega al subsecretario general una nota en la que se evidencia su repulsa a la guerra Vietnamita, tildada de injusta, ilegal e inmoral por el Premio Nobel de la Paz.

Las pancartas que acompañan en su marcha a los manifestantes son bien elocuentes: «¡Alto a la escalada en Asia! ¡Alto a la criminal matanza, al racismo, al fascismo, a la esclavitud y a la violencia!» La protesta había llegado a su punto culminante.

A la protesta le seguiría, en el verano, la violencia.

El estallido del verano es unánime: el Sur, el ghetto negro del Este y el Oeste van a vivir horas de luto, sangre y amargura. Así, durante los primeros días del verano, numerosas ciudades estadounidenses ven sus calles asoladas, incendiadas; ven, también, la represión policial de siempre, los negros acribillados por las bayonetas, los muertos —casi siempre negros— tendidos en la calle después de la lucha sin cuartel. El miedo se apodera del país. Pero van a ser dos ciudades —Newark primero, Detroit después— las que protagonicen, con acento a cuál más patético, el verano negro de 1967.

Los sucesos de Newark comienzan de una manera fortuita: un conductor negro es apaleado públicamente por un policía blanco. Al pronto circula la falsa noticia de su muerte y los negros de la ciudad se lanzan desesperadamente a la calle. El resultado será una batalla campal, similar, cuando menos, en proporciones a la batalla de los Angeles. Newark (500.000 habitantes) —apéndice neoyorquino, unido a través de New Jersey a la gran ciudad— posee, según se dice, el ghetto más miserable y sórdido de todo el Este americano. Cerca del 70 por 100 de los negros están subempleados, en contraste con el lujo de espléndidos barrios residenciales blancos. Allí, con aquel telón de fondo, se suceden día tras día de junio las peleas callejeras. La policía hace uso de las bayonetas primero y de los rifles después. El balance provisional de la tragedia queda establecido así:

 


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