XIV. Amargor de París

El regreso frustrado

Cuando el día 13 de septiembre de 1937 vuelve Baroja a España, después de más de un año de penalidades y amarguras, piensa que su aventura francesa ha terminado y se acoge con afán a la atmósfera cálida de los suyos, en donde únicamente aletea ya la desazón por la ausencia de Rafael Caro Raggio, que no ha podido salir de Madrid.

¡Qué lejos estaba el novelista de sospechar que aquello no era más que un alto en el camino, y que no tardaría en volver a la angustia de la distancia!

Hasta que llegan los primeros fríos Baroja se dedica a escribir nada más que lo imprescindible. Ahora ha cobrado afición a trabajar en la huerta y a hacer trabajos en casa, para los que nunca estuvo especialmente dotado.

Charla con su sobrino y pasea poco por el pueblo, pues teme que pueda volver a surgir un incidente parecido al de Santesteban.

La comarca vive en toda su intensidad esos días de la guerra, con los partes oficiales de la radio, los bulos, los rumores y las triunfales canciones de los requetés, que pueblan Navarra con el manchón rojo de sus boinas.

Una cosa que empezó a preocuparle a Baroja en estos días fue la situación económica de la familia. El tenía sus cuentas editoriales en Madrid, y de allí, naturalmente, no recibía un cuarto. Lo que le pasaba «La Nación», que ya era poco para él solo cuando estaba en París, se convertía en mucho menos ahora, cuando las necesidades familiares se acuciaban por la escasez de algunos alimentos.

Pensaba publicar en la zona nacional su novela «Susana o los cazadores de moscas», y también un libro que le acababa de sugerir Ernesto Giménez Caballero, un libro de páginas escogidas que terminaría titulándose «Judíos, comunistas y demás ralea». Por ellos pediría algún anticipo que le ayudase a aminorar las dificultades económicas familiares.

El invierno fue especialmente duro y el novelista pasó un frío tremendo. Se las arregló para dar un poco de calor a la casa, instalando una segunda estufa, que, sin embargo, no dio demasiado resultado.

A veces se formaban tertulias familiares, con el aditamento de algunos amigos del pueblo.

Cuando llegaron las Navidades, Pío Baroja invitó a una docena escasa de personas para que cenasen con ellos en Nochebuena. Uno de los invitados fue Paul Gaudin, el buen amigo de los días de San Juan de Luz y de su habitación del restaurante Petit-Pont.

Fue una Nochebuena cordial y amable, casi de las que le gustaba celebrar a aquel Baroja que era como un niño, sólo lacerada por el recuerdo de la guerra inmediata y por la ausencia del cuñado, reducido a no salir de Madrid.

Pocos días después le comunicaron a Baroja que debería trasladarse a Salamanca para tomar parte en la formación del Instituto de España. Le llevó Paul Gaudin en su coche, bajo un imponente temporal de nieve que hacía casi intrasitables las carreteras.

Salamanca le pareció una ciudad distinta, transformada como estaba por su condición de capital de la España Nacional. Por las calles había una gran profusión de uniformes y se hablaba por todas partes de los frentes de combate y de la marcha de la guerra.

El acto de formación del Instituto de España tuvo lugar, solemnemente, en la Universidad, en aquella Universidad que tantos recuerdos le traía al novelista de su paisano Unamuno, muerto en Salamanca el último día del año anterior.

Después de la ceremonia varios periodistas y escritores fueron a buscar a Baroja al Novelty, ya que le querían rendir un pequeño y silencioso homenaje de admiración. Entre aquellos periodistas y escritores se hallaban Juan Aparicio y Melchor Fernández Almagro.

De regreso a Vera, bajo el mismo temporal de nieve, le esperaba a Baroja una mala noticia. Ortiz Echagüe le acababa de escribir desde París, diciéndole que su colaboración para «La Nación» quedaba reducida a dos artículos mensuales.

Aquello representaba para él una verdadera quiebra económica. Si con lo que le pagaban por cinco artículos no era capaz de aproar la economía familiar en Vera, ¿cómo iba a arreglárselas con dos? De ser una ayuda a los demás estaba a punto de convertirse en una carga.

Por espacio de algunas semanas trató de arreglar las cosas de una manera o de otra, buscándose colaboraciones en España y ofreciendo libros a las pocas editoriales que funcionaban en la zona nacional.

Al cabo de un tiempo, como no viese salida a su situación, optó por aceptar la solución que particularmente más le desagradaba y a la que no hubiera querido recurrir por nada del mundo.

Volvería a París.

Instalado allí, teniendo cerca a Ortiz Echagüe, era más que probable que volviesen a admitirle los artículos de antes, e incluso más. También podría colaborar en periódicos de París y en algunas editoriales. En todo caso, acogiéndose a la Ciudad Universitaria, sus necesidades serían mínimas y podría enviar más dinero a Vera del que ahora contaba él incluido.

Y así lo hizo; volvió a París.


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